Oposición a los principios compositivos modernos
La modernidad arquitectónica se esforzó por integrar el color como una componente más en fase de ideación arquitectónica y no como un añadido a posteriori. Esta fue su gran aportación al planteamiento cromático tradicional: conseguir que el color no sea una simple decoración innecesaria sino una propiedad más de la forma, coherente con su diseño y concepción, y tenida en cuenta en la fase de ideación. Los arquitectos de la modernidad huyen de los modos de colorear del s. XIX adoptando una postura “antidecorativa”, heredera de los postulados de A. Loos, lo que implica una reducción de las formas arquitectónicas a sus elementos fundamentales mediante algún mecanismo de abstracción.
Este proceso de depuración de los estilos del pasado es interpretado como una reducción a lo esencial (neoplasticismo, constructivismo, elementarismo), pero también como una búsqueda de lo auténtico, de aquello que es espontáneo y no está contaminado por el raciocinio (expresionismo, surrealismo, dadaísmo); o como la búsqueda de aquello que es “primitivo” y no está influido por el gusto y demás convencionalismos sociales (Art Brut).
En lo que a la arquitectura se refiere y descendiendo al nivel concreto de las obras construidas, estos planteamientos expuestos destilan unas soluciones formales mayoritariamente asumidas como son el empleo de “tintas planas” 9, y la coherencia entre color y forma arquitectónica. A la generación posterior de arquitectos le debemos la introducción de un tercer principio compositivo: la coherencia entre color y forma evoluciona en su búsqueda de lo auténtico hacia la expresión de la verdad de los materiales de construcción.
La arquitectura postmoderna pone en crisis estos principios compositivos prestablecidos y se reafirma a sí misma por oposición a ellos, lo que justifica, por ejemplo, el empleo del color en las obras iniciales de Tomás Taveira, como un rechazo al “puritanismo” moderno:
“La renuncia de Tomas Taveira a las formas modernas le ha llevado a experimentar con el color, la forma, el espacio, con un vocabulario muy personal que va más allá de los límites de la geometría, y se adentra en la expresión figurativa de la masa de las formas y emplea vivas combinaciones de colores que resuenan en la mente de los habitantes de Lisboa. “
“(…)Taveira retrocede la mirada hacia sus primeros trabajos y los entiende como un rechazo al “puritanismo” en favor de un entorno rico en color, textura y escala humana (…)” (Linton, 1999, p.104-110).
Las manifestaciones del artista plástico Alain Bony a propósito de su colaboración con Jean Nouvel, son también un buen ejemplo del rechazo a los principios cromáticos modernos en esa inquietud compartida con otros arquitectos por alcanzar un colorido mucho más mutable, como ya se ha reflexionado.
“(…) Pocas veces trabajo con colores planos, buscando en su lugar provocar una reacción a través de la ilusión de un color inestable -el objetivo es obtener emociones de naturaleza pictórica. Además, la intención principal es crear una sensación, un sentimiento; el éxito supone provocar una respuesta, no importa si es positiva o no. Esto es extremadamente importante para mí” (Bony, 2009).
Es interesante destacar tres características que el autor señala en esta declaración y que se contraponen a tres principios compositivos que caracterizaban a la arquitectura moderna. La primera es que para conseguir ésta transformación continua de la arquitectura el artista abandona el uso de los colores planos. En segundo lugar recalca que las emociones que se espera provocar en el espectador son de naturaleza exclusivamente pictórica, renunciándose abiertamente a su vinculación con las inquietudes espaciales. En tercer lugar señala que la intención última es provocar una respuesta, independientemente del sentido que adopte.
La gradación cromática frente a las tintas planas y la coherencia color-forma.
Cuando hablamos de “tintas planas”, nos referimos a aquellas que colorean una superficie sin presentar variaciones en ninguna de sus tres variables cromáticas (tono, valor o croma). El color es continuo y homogéneo en toda su extensión.
La disposición del color como una tinta plana es un principio respetado por todas las propuestas arquitectónicas de la modernidad y que no se rompe en ningún caso hasta la llegada de la postmodernidad. Las únicas excepciones posibles son que dicha alteración de las variables cromáticas se deba al empleo de un material en su color natural (madera sin revestir, piedra natural, hormigón visto…) en cuyo caso sí que estaría justificada su discontinuidad; o bien que la variación de tono se produzca de forma abrupta, quedando sus límites muy bien definidos. Así, puede observarse que en el café de Aubette, Van Doesburg trabaja tintas de tonos desiguales en una misma superficie, pero éstas siempre se separan mediante una línea negra. Se visualiza con claridad el principio y el fin de las superficies de color: están claramente de-fin-idas. O bien corresponden con todo el objeto a colorear o bien construyen su propia frontera.
Lo contrario a las “tintas planas” son las gradaciones cromáticas, es decir, las disposiciones de colores que van cambiando alguna de sus variables cromáticas (tono, valor, croma) a lo largo de su extensión. La modernidad rechazaba estas soluciones porque deseaba evitar que el color manifestara una incoherencia con respecto a la forma a la que correspondía. La disposición de una gradación cromática sobre una superficie plana habría hecho que ésta se manifestara como alabeada.
De este modo, puede afirmarse que el verdadero principio compositivo defendido por la modernidad supone la coherencia entre color y forma, o bien porque corresponde al color propio del material de construcción, o bien porque se colorea siguiendo una disposición lógica con respecto a su geometría. Efectivamente, un cubo puede ser pintado por Le Corbusier para distinguir (u ocultar) su volumen completo y por Rietveld para evidenciar sus planos y líneas componentes, pero en ningún caso pretenden hacer de un cubo una superficie cóncava, por decir algo incoherente con su geometría. Esto es cierto, al menos, en las obras de los años veinte, pues a lo largo del siglo el panorama cromático evoluciona desde este color “antidecorativo” moderno hacia un color “anticonstructivo” postmoderno.
La arquitectura italiana, en su versión futurista y en la persona de Piero Bottoni, es una de las primeras en atreverse con esta versión post-vanguardista del color en pleno debate de la modernidad.
La gradación cromática: Piero Bottoni
Sin arredrarse lo más mínimo por caminar peligrosamente en la delgada línea que separa el color coherente con la forma arquitectónica de aquel que la pervierte, Piero Bottoni presenta en 1927 su reflexión en torno al “Cromatismo Architettonico”, acompañada de unas acuarelas en las que el color de los edificios varía su luminosidad en sentido vertical y su tonalidad en sentido horizontal. Lo hace con motivo de la III muestra internacional de las artes decorativas de Monza, con el convencimiento de que “la función “volumétrica” del color no ha estado nunca lo suficientemente estudiada y que, por otra parte, el valor de “masa-volumen” atribuido por un color a un sólido geométrico desempeña una función importantísima en el equilibrio estético y en la percepción de los valores de “resistencia” de toda estructura. “
Tal y como argumenta el pintor-arquitecto en el texto, el color consigue alterar la percepción de las propiedades visuales de la forma arquitectónica y más concretamente su centro de gravedad, su peso. Según cómo se disponga la gradación de la luminosidad del color en sentido ascendente o descendente se consigue que el baricentro del edificio descienda o ascienda.
Debe señalarse que en las fechas en que redacta este documento, Bottoni está más cercano al mundo de la pintura y del diseño que a la realidad urbana de la ciudad, aunque es hábil al adoptar una actitud “arquitectónica” para explicar sus experimentos cromáticos. Habla de esa capacidad “constructiva” del color que le pone en sintonía con las posturas de sus colegas:
“(…) Se debe remarcar un aspecto importantísimo: no se trata de colorear la arquitectura, sino de crear arquitectura coloreada. Si la “arquitectura es el juego de las masas y de los volúmenes bajo la luz”, atribuyendo estos valores volumétricos al color deviene que la arquitectura es el juego de las masas, de los volúmenes y de los colores bajo la luz. Esta función constructiva del color no ha estado hasta ahora lo bastante observada, aunque está de forma subconsciente en la sensibilidad de algunos arquitectos.
(…) Esta sensibilidad es en parte de orden pictórico, pero es más de orden arquitectónico, y exige conocer la técnica, la estática de los materiales constructivos y decorativos, bajo los efectos de la luz y bajo la mezcla de los pigmentos, etc.»
Pero estaba claro que la gradación de colores en altura se salía de la ortodoxia del color “plano-constructivo” y abría la peligrosa posibilidad de un color injustificable, que más allá de transformar, deformara. En este sentido era inevitable que Bottoni se ganara la desaprobación de algunos arquitectos (incluso compatriotas) como Alberto Sartoris, quien evidencia efectivamente que “si se disponen, como ha hecho Bottoni, en una pared extensa, un color que acerca y otro que aleja, se ha roto completamente ya sea el volumen como la superficie.” Y aún lo afirma con más énfasis cuando segura que “Bottoni ha adoptado aquellos colores que acercan y alejan en toda la fachada, cosa que no se debe hacer. Van Doesburg, sin embargo, cuando cortaba una fachada lo hacía con los colores que alejaban o acercaban, pero no los mezclaba entre sí (…) “
No se puede decir precisamente de Alberto Sartoris que fuera un arquitecto sospechoso respecto a su animadversión hacia el color, pues mucha de su obra arquitectónica está coloreada. El hecho de estar al lado de los grandes protagonistas de la modernidad (recordemos que Sartoris es miembro fundador de los CIAM y firma el manifiesto de La Sarraz) le exige un denodado esfuerzo de autoafirmación que le lleva a desarrollar su propia teoría del color “dinámico-polidimensional” en un complicado equilibrio de originalidad y seguimiento fiel a los principios de Le Corbusier y Van Doesburg. Considera, al igual que ellos, que el color debe ser coherente con la forma arquitectónica y lo califica como “la cuarta dimensión de la arquitectura”. Por supuesto se desmarca de toda vinculación con la decoración y apuesta por un color pensado simultáneamente al resto de propiedades de la forma, no como un añadido a posteriori:
“Yo he abolido la palabra decoración para sustituirla por la palabra incorporación, como han hecho los antiguos. (…) los pintores pintan la pared en el último momento, cuando todo está acabado, mientras que la pared debe ser una parte integrante de la arquitectura y debe pensarse primero. (…) Si hago una casa roja, el rojo debe estar dado en el material o mediante un revestimiento especial. El color no debe ser una aplicación.“
En su paroxismo por el color, Sartoris inventa incluso su propio tono: el “azul Sartoris”. Aunque más allá de tanta diatriba su arquitectura coloreada no supone mucho más que una sabia simbiosis entre las axonometrías coloreadas de Van Doesburg y las gamas tonales de Le Corbusier. Obsérvese como ejemplo la estrecha relación formal entre la Cappella bar futurista de Sartoris y la Maison Particulere de Van Doesburg y Eesteren. Es cierto que como planteamiento teórico Sartoris no pretende romper el volumen del objeto hasta el punto de independizar cada uno de sus planos componentes, mas bien al contrario, el arquitecto italiano pretende evidenciar con el color la articulación entre las partes que componen dicho volumen. Sartoris enfatiza la integración y Van Doesburg la independencia. Podríamos decir que el color neoplástico descompone y el sartoriano recompone, aunque puede ser mucho decir para unas propuestas cromáticas tan hermanadas.
Por desgracia para Bottoni la panoplia cromática oficial de estos personajes quedara organizada de la siguiente manera: Le Corbusier compone, Rietveld des-compone, Sartoris re-compone y Bottoni degrada. Un cruel destino para una propuesta que resultaba tan prometedora. En efecto, hay quien considera respecto a Bottoni que sus gradaciones degradan (tanto el color como la arquitectura). Alberto Neppi afirma respecto de sus acuarelas que “podrán presentar algún interés para la esceno-grafía pero ninguno para la arquitectura digna de ser llamada como tal”. A lo que Bottoni le responde enérgicamente que la suya es una “interpretación verdaderamente arquitectónica” del color abalada incluso por el propio Le Corbusier.
“Después de haber citado otros ejemplos en los cuales el color ha intervenido o puede intervenir con auténtica función arquitectónica he afirmado que, en el caso particular presentado por mi estudio de los colores, la policromía se aplica como elemento ordenador sobre los esquemas de una ciudad actual, con referencia tanto al aspecto urbanístico-corrector de la teoría cromática como a su posibilidad como medio enérgico de composición arquitectónica (…)”
En un ámbito más privado sin embargo, Bottoni se atreve a describirle a Le Corbusier la suya como una “teoría hedonística constructiva” que intenta aclarar el valor “decorativo” del color en la arquitectura moderna. Efectivamente el fantasma de lo decorativo siempre le rondó y finalmente le sobrevino: sus acuarelas quedaron aparcadas en la cuneta de las realizaciones cromáticas de sus coetáneos. Cierto es que se trataba de dibujos poco ostentosos en lo referido a su despliegue visual, pero abrían una línea de experimentación realmente novedosa en el contexto cromático un tanto rígido de los años veinte.
Si se estudia detenidamente la obra ejecutada por Bottoni se observa que su interés por las gradaciones cromáticas siempre estuvo presente pero, ciertamente, en un segundo plano. Algunos ejemplos de diseños en los que se despliega un esquema cromático con variaciones de tono son: el monumento de acceso a la feria de Milán (1926), la fuente para la plaza de la Scala de la ciudad y el cartel anunciador de la feria de Monza (1929). En todo caso, no se encuentra en toda la obra construida de Bottoni una arquitectura en la que se ponga en práctica conscientemente aquello que reflexiona en su escrito inicial. Y si que encontramos, sin embargo, una propuesta de color con planteamientos compositivos de tipo neoplástico para una fachada en una Casa Jardín (1950-51) jamás construida. A juzgar por la escasez cromática de su obra construida parece que al propio Bottoni le acechasen las dudas respecto a la bondad de los principios cromático-formales que él mismo planteara.
Un ejemplo tímido de empleo de colores que van degradándose son las viviendas del Quartere Triennale 8 (QT8), un polígono de viviendas experimentales desarrollado con motivo de la octava edición de la Trienal de Milán en 1947 y de la que Piero Bottoni fue su comisario. Se trata de viviendas sencillas, de posguerra, en las que se emplea la prefabricación. La disposición de colores en las fachadas de los polígonos de viviendas sencillas es una práctica habitual para dotar de cierta “dignidad” a estos proyectos que cuentan con presupuestos económicos tan ajustados. Estas realizaciones cuentan con la obra del arquitecto Bruno Taut como referente, quien desarrolla con maestría intervenciones cromáticas en diversas siedlungen alemanas durante los mismos años. Bottoni conoce también la propuesta cromática de Le Corbusier para el polígono de viviendas en Pessac, pues el arquitecto suizo se la relata al italiano en su carta de 1928 al hilo de su crítica al Cromatismi Architettonici.
Un edificio construido con colores realmente degradados no llega hasta los años sesenta en el Ayuntamiento de Sesto S. Giovanni, cuando el panorama cromático ha cambiado ya de tal manera que una intervención de este estilo ha perdido por completo su carácter transgresor original. Los años sesenta ya no se caracterizan por el “cromatismo” sino por el “colorismo”, entendiéndolo como la asunción absoluta del decorativismo cromático per se. En este escenario es demasiado tarde para una propuesta de color que en los años veinte había sido muy alumbradora y que ahora pasa como una solución más en un panorama de excesiva excitación cromática.
El edificio de Piero Bottoni se concibe como el nuevo referente de un pueblo obrero de extrarradio que había sufrido un desordenado crecimiento por una rápida industrialización. Al arquitecto se le encarga no sólo la solución de este edificio sino todo un complejo plan de ordenación para el municipio.
Bottoni resuelve el acceso al ayuntamiento mediante un recorrido simbólico ascendente que recorre las principales etapas de la resistencia del proletariado. La gran pieza en tonalidades rojizas y anaranjadas del ayuntamiento podría interpretarse metafóricamente como un gran pebetero ardiente, o como un gran horno de fundición propio de las industrias del entorno.20 El arquitecto dispone en la fachada los colores más oscuros en la parte inferior (negro y rojo oscuro), y los más luminosos en la parte superior (rojo y amarillo). Esta disposición consigue, siguiendo los principios de su propio manifiesto, que “descienda el baricentro” del edificio y adquiera la sensación de mayor pesantez. Un efecto alcanzado con el color que se contradice con la composición de la forma arquitectónica, que cuenta con una planta baja libre a modo de broletto. Podría decirse que existe una escisión entre la composición de la forma, que pretende quedar suspendida sobre el suelo y la composición del color, que pretende asentarla. Una evidencia de la libertad con la que el artista trabaja respecto a sus propios manifiestos.
Bottoni ni siquiera menciona su “Cromatismi Architettonici” en el edificio de Sesto, y es que verdaderamente ya ha pasado el momento de las justificaciones públicas del color de cada uno. En la relación siempre tempestuosa entre forma y color a lo largo del S. XX se habían ido mantenido las apariencias intentando encubrir los pequeños escarceos esporádicos con una retórica más o menos acertada. A finales de los sesenta y setenta se asiste al divorcio definitivo. La independencia del color y la forma se hace publica (o sea, en el espacio publico) y cada uno de ellos celebra abiertamente la libertad de su nueva condición. Se pasa de la arquitectura de las apariencias a la arquitectura “aparentona”; del “decoro” decorativo al decorativismo.
Siguiendo en el ámbito italiano podemos referirnos a Lorenzino Cremonini como representante de esa proliferación de arquitectos de segunda fila que introducen un colorismo estridente y “superficial” en edificios a los que la edad les ha sentado francamente mal (Cremonini, 1992).
Con todo lo dicho, podemos concluir que el futurismo italiano (en la persona de Piero Bottoni), desarrolla una propuesta cromática realmente interesante en el panorama cromático de la modernidad durante los años veinte, que consiste en la posibilidad de realizar gradaciones de luminosidad o tono en la construcción de la forma arquitectónica. No es que se trate de un recurso formal novedoso en la historia de la arquitectura, pero si que es novedoso como método para interferir en la percepción de las propiedades de la forma. Si que es novedosa la reflexión intelectual que argumenta Bottoni respecto a la composición con el color, el rigor con el que se esfuerza por entender e interpretar. Por desgracia se trató de una propuesta que quedo al margen, que difícilmente influyó en la obras de otros arquitectos. Cuando ya empezó a emplearse como estrategia formal en los edificios se le había desvestido de la reflexión teórica que la hacia interesante y, una vez desnuda, resulto indecente. Por todo ello, podemos decir que el color arquitectónico de Piero Bottoni fue una aportación original, novedosa y bien fundamentada que, tristemente, nunca fue.
La gradación cromática: la actualidad
Piero Bottoni interpretaba la gradación cromática en clave de desequilibrio del volumen. Para él, la sfumatura de colores consigue descentrar, alterar el equilibrio habitual de una masa o de un plano. Bottoni recurre a argumentos “constructivos” propios de sus maestros modernos para introducir recursos formales “anti-constructivos”. El propio Le Corbusier ya expresa en su manifiesto “Polychromie Architecturale” la capacidad de los distintos tonos para modificar el peso visual de los objetos. Los colores rojizos reafirman su peso y su equilibrio mientras que los azules consiguen aligerar una masa:
“(…) El azul y sus combinaciones de verdes crea espacio, da dimensión, genera una atmósfera, distancia la pared, la hace imperceptible, elimina su cualidad de solidez interponiendo cierta atmósfera.
El rojo (y sus combinaciones de marrones, naranjas etc…) fijan la pared, afirman su posición exacta, su dimensión, su presencia” (Le Corbusier & Rüegg, 1997).
Este efecto del cromatismo no era desconocido en el ámbito de las dos dimensiones de la pintura. Desde otro punto de vista, el pintor Vassily Kandinsky vincula dichos tonos con una serie de propiedades emocionales (Kandinsky, 1992). Por su parte, el maestro del renacimiento Leonardo da Vinci era un sabio conocedor de la técnica de la “perspectiva aérea” o sfumatto, una sutil gradación en los tonos de azules, a base de veladuras de pintura, que permite dar gran sensación de espacio en los cuadros. No es casualidad que Piero Bottoni estudiase en Milán, la ciudad que custodia el extraordinario Cenácolo Davinciano. Bottoni demuestra gran admiración por el pintor y relaciona el peso de los colores con la perspectiva aérea:
“(…) El valor de la intensidad de esta “masa-volumen-color” atribuida por los diversos colores a los cuerpos, sigue las leyes de la perspectiva aérea: en general, los tonos cálidos (rojo, anaranjado), las tierras en su máxima intensidad dan un valor de “masa-volumen-color” superior a aquel dado por ciertos tonos fríos (como el verde, o el azul) e incluso el violeta claro. Para cada color, puede variar su valor según la intensidad. En un caso límite un sólido material rojo o negro o tierra Siena “resiste” mejor y es más “pesado” que un azul claro, gris, verde oliva, etc.” (Bottoni, 1927b).
La perspectiva aérea supone, en cierto modo, una estrategia de fusión o mimetismo entre el objeto y su fondo: el cielo azul, en la mayoría de casos. La gradación cromática se emplea para interferir en la corporeidad del volumen, en su sensación de masa, que queda confundida con la masa del aire, con el azul atmosférico.
Lo cierto es que el cielo azul nunca se corresponde con un fondo homogéneo de color sino que posee cierto degradado. Por este motivo, cualquier color azul uniforme recortado sobre el cielo es percibido como si fuera degradado. Este efecto óptico ha sido estudiado y explicado por el diseñador de color de origen austriaco y afincado en Italia Jorrit Tornquist, quien cuenta con una larga trayectoria de colaboración con arquitectos en el desarrollo de proyectos cromáticos. Tal es el caso del conjunto de viviendas llevadas a cabo con el estudio de arquitectura Studio A. I. (Torino, 1981), en las que se pinta cada bloque con una tonalidad que va ganando luminosidad con la altura: amarillo, rojo y azul. De este modo, se consigue que los edificios se disuelvan con el cielo. De nuevo un degradado que desvanece el peso de los objetos, que los hace invisibles.
Pero Tornquist emplea el color degradado en otros proyectos con intenciones formales muy distintas. Experimenta con su capacidad para alterar la percepción de la geometría del objeto y conseguir cierto efecto de movimiento. Es el caso del “Depuratore Milano Sud” (Milán, 2004), en el que Tornquist dispone un degradado de color horizontal en una largísima fachada que, además de generar un ritmo, altera su aspecto plano. La fachada asemeja una superficie alabeada. La gradación pervierte la percepción real de la geometría del objeto coloreado, algo que hubiera resultado inimaginable en el estricto panorama del color en los años veinte. Lo plano asemeja curvo: se produce un movimiento de avance y retroceso de la superficie.
Un movimiento un tanto distinto se consigue en el proyecto cromático para el “Termoutilizzatore della Azienda Servici Municipalizzati di Brescia”, en el que Tornquist colorea los cuatro alzados de una chimenea industrial con un color azul que va ganando luminosidad con la altura y dispone la misma gradación en sentido inverso en las fachadas contiguas. Se produce un efecto de cierta torsión a lo largo del fuste de la chimenea a medida que avanza el sol. Además, ésa permanente variación en la percepción de la forma con las horas del día confiere a la chimenea cierta inconsistencia, cierta desmaterialización. El movimiento ahora es el de un giro a lo largo de un eje y en continua evolución.
No deja de ser significativo que este recurso cromático que Bottoni profetizaba en medio del desierto de la modernidad permita conseguir movimiento y velocidad. Una metáfora interesante de las aspiraciones de los futuristas a los que el arquitecto italiano se sumó.
El estudio de diseño de color B&B desarrolla para el “Depuratore della Darsena de Genova” una propuesta de colores degradados que puede resultar formalmente similar a otras de Tornquist, pero cuyo punto de partida no es la búsqueda de un “movimiento”, sino una interacción con los colores de alrededor. El discurso que acompaña a esta propuesta responde más a una intención de integración o referencia con el contexto que a un deseo de alterar las propiedades visuales de la forma. Se trata de un diálogo con el contexto, más que un movimiento o juego con la propia forma. La chimenea coloreada por B&B no busca necesariamente “desaparecer” sino que pretende generar una relación nueva con su entorno, que no sea evidente, que no se traduzca en un simple esquema de fondo-figura.
En esta línea de investigación pueden ubicarse los trabajos de color del alemán Ernst von Garnier. En sus magistrales intervenciones, el colorido del contexto impregna su arquitectura de una manera libre, generando juegos plásticos novedosos. No se persigue el camuflaje, la arquitectura no es tratada como un objeto desagradable a hacer desaparecer, sino que se la valora por su capacidad de experimentación, como soporte material en el que se celebra la elegancia del color. El diálogo contexto y objeto es fecundo en su mutua necesidad: no se entienden el uno sin el otro y a la vez mantienen la autonomía de su distinta naturaleza.
En sus proyectos de viviendas e industrias desarrolla bellísimos esquemas de colores planos que generan formas geométricas y gradaciones de gamas sutiles. Las tonalidades tienen como referente el entorno próximo, pero su intención no es la mimesis sino resultar visualmente atractivas: la fruición por medicación del color. Un juego que permite dignificar y dotar de relevancia e interés arquitecturas que en otros casos podrían ser anodinas, empleando siempre un lenguaje sin altisonancias, sin estridencias.
Su intención es compartida por otros arquitectos que emplean gradaciones cromáticas para revestir de interés plástico a su arquitectura, pero una cosa es compartir la intención y otra la actitud. Qué fácil es que el colorido deje de ser silencioso y se vuelva chillón, grosero. Es difícil manejar ese lenguaje cromático a media voz que se oiga pero no se imponga. A muchos arquitectos que no tienen ese dominio profundo del color, al final, les da por vociferar.
Algunas obras de arquitectura del francés Jean Nouvel poseen estas gradaciones cromáticas en fachada con una estridencia mucho mayor, un colorismo mucho más descarado y ruidoso. El hotel “Silken Puerta América” (Madrid, 2005), con sus tonalidades desde el amarillo hasta el violeta, o bien la “Torre Agbar” (Barcelona, 2005), un rascacielos con un degradado cromático de aspecto flamígero, son dos ejemplos de edificios ubicados en España que no están coloreados precisamente con la intención de atender al entorno, sino de celebrar su absoluta individualidad. El colorido confirma el protagonismo del edificio como “objeto” auto-referencial. Un juego cromático dispuesto para su propio disfrute, onanístico, sin más interés hacia las gamas tonales del entorno construido.
El equipo de arquitectos compuesto por Mattias Sauerbruch y Louissa Hutton posee una trayectoria mucho más amplia y consolidada en el empleo del color en su arquitectura. El color ha sido un aspecto al que han prestado una especial atención desde la propia fase de diseño. Aunque sus gamas tonales son también valientes y decididas, consiguen un equilibrio adecuado entre la rotundidad de un colorido en clave “moderno” y la sensualidad plástica de unas gamas tonales extensas y vigorosas.
Entre sus obras construidas existe algún ejemplo de gradación cromática tonal, como es el caso de la “Fire and Police Station for the Government District” (Berlin, 2002), a base de vidrios coloreados. Resulta interesante porque disponen un tamaño de fragmento coloreado que permite la lectura de una gradación tonal en su conjunto, pero sin la renuncia al principio moderno de la “tinta plana”. En este caso, la progresión de tonos del rojo al verde no se realiza de una forma evidente y la fachada asemeja un gran mosaico lleno de acentos de color. Las gamas no sólo identifican el cuerpo de bomberos y de policía sino que responden a su entorno inmediato caracterizado por los tonos verdes de los árboles y los rojos del ladrillo cara-vista. En este diálogo, las gamas tonales del lugar se reinterpretan y los colores empleados finalmente se vinculan y a la vez se distinguen de los del contexto. Sufren un trabajo de abstracción más que de copia. Domina una actitud híbrida entre la racionalidad propia de la modernidad, y una referencia con el entorno que corrige tal abstracción. El resultado es muy atractivo plásticamente.
Cuando el referente empleado para el cromatismo de la arquitectura no está presente en su entorno próximo sino fuera de él, nos encontramos en las antípodas de la “sfumatura davinciana”. La gradación cromática ya no responde a una intención más o menos vinculada a la forma arquitectónica o a su contexto. El referente empleado es un mero desencadenante inspirador en fase de ideación y la arquitectura el soporte para su despliegue cromático. La gradación cromática modela un dibujo bidimensional.
El “pixelado” frente al color homogéneo
En principio, la modernidad emplea el color para identificar elementos arquitectónicos completos. Es decir, el color abarca la superficie completa del objeto y lo identifica como una realidad independiente. Esto es así, al menos, en la obra de Le Corbusier y de Rietveld. Taut también respeta este principio en sus propios diseños pero cuando es nombrado asesor del color en Magdeburgo autoriza fachadas de colores como si de tapices se tratara, en las que no existe vinculación entre el color dispuesto y la forma coloreada.
En la actualidad se ha asumido abiertamente la fragmentación del acabado superficial respecto de la estructura del edificio, y el color se concibe a menudo como un elemento escindido, independiente visualmente de la forma a la que colorea, como se ha discutido anteriormente.
El empleo de la informática como herramienta de trabajo en fase de diseño ha transformado profundamente la manera de concebir las composiciones de color destinadas a este tipo de “arquitecturas-lienzo” o “artefactos decorados”, siguiendo la terminología de R. Venturi (Venturi, Izenour et al., 1998). El concepto de “píxel”, que se define como la “superficie homogénea más pequeña de las que componen una imagen”, se ha introducido en los procesos de composición y ha permitido nuevos recursos expresivos. El pixelado es un proceso de abstracción, de reducción de una imagen de la realidad a sus gamas esenciales, que el software es capaz de hacer con mucha facilidad. En otras ocasiones, el proceso consiste en aumentar el tamaño de una imagen hasta quedar reducida a unos pocos colores que se disponen en el edificio. Este fragmento de imagen ampliado de escala corresponde a una totalidad más amplia y que el observador desconoce.
Algunos arquitectos españoles han empleado este recurso cromático, como el estudio de arquitectura de Enric Miralles y Benedetta Tagliabue, quienes disponen en la cubierta del “Mercado de Sta. Caterina” (Barcelona, 2003) una serie de azulejos coloreados que construyen gradaciones de gamas de colores variados. El referente visual empleado no es evidente de deducir al observar el edificio construido y responde a una fotografía de los productos que se comercializan en el interior del propio mercado. Juzgamos innecesaria tal justificación cromática (que parece más bien un anacronismo heredado de la modernidad) pues el resultado formal definitivo es de gran belleza plástica. La gradación de gamas tonales no pretende plantear ningún tipo de investigación sobre la forma de la cubierta, adquiere un carácter meramente bidimensional, pictórico.
Los arquitectos madrileños Emilio Tuñón Álvarez (1959-) y Luis Moreno Mansilla (1959-) desarrollan una intervención cromática similar en el espacio exterior del Museo de Arte Contemporáneo de León (España, 2001-2004), en el que los vidrios de colores tienen como referente las importantes vidrieras góticas de la catedral de la ciudad.
Los arquitectos Sauerbruch & Hutton, en los laboratorios de investigación farmacológica en Biberach (Alemania, 2000-2002), también adoptan una imagen como referente para la disposición de los colores. En este caso responde a la estructura microscópica de uno de los fármacos que se sintetizan en el laboratorio. Si este referente se percibiera de una forma más evidente podríamos hablar de un colorido que expresa o identifica el uso a que se destina el edificio, pero ciertamente esta relación es difícil de rastrear. En los tres casos señalados y como se ha discutido anteriormente, el color se dispone por su valor intrínseco.
El píxel no sólo es una unidad cromática básica, sino que supone también una unidad de información indivisible, elemental. Con este planteamiento, el arquitecto español Eduardo Arroyo desarrolla el proyecto para la plaza El Desierto, en Baracaldo (España, 1999). El diseño de este espacio público es el resultado de la distribución aleatoria de una serie de píxeles, que finalmente se traducen en los distintos materiales de acabado: madera, piedra, arena, agua, etc. El pixelado es una estrategia compositiva para organizar el proyecto y supone un sistema de trabajo tan interesante, o más, que el resultado final. Eduardo Arroyo se suma al grupo de arquitectos que centran sus esfuerzos en el proceso de trabajo antes que en la formalización definitiva del proyecto, que puede quedar muy abierta. Posiblemente este sea uno de los motivos del auge del recurso del pixelado cromático en la arquitectura contemporánea: su interés reside en el procedimiento, con el que siempre se obtienen unos resultados muy efectistas, y si el arquitecto es lo bastante astuto en la elección del referente visual, parece que la disposición cromática definitiva quede suficientemente argumentada y resulte incontestable. Parece urgente, sin embargo, un juicio crítico del resultado basado en una valoración estética. Lo contrario supone asumir la afirmación de W. Alsop de que cualquier combinación aleatoria de colores es atractiva en sí misma:
“Me he dado cuenta, y he disfrutado, en fábricas de tejidos donde los rodillos de las telas se colocaban longitudinalmente unos al lado de los otros de manera aleatoria. No hay un juicio estético hecho para tal disposición, y la experiencia resultante siempre resulta buena” (Alsop, 2009).
La despreocupación por la verdad material (o no)
Después de más de 150 años desde la publicación de las reflexiones teóricas de John Ruskin en su libro “Las Siete Lámparas de la Arquitectura” (1849), deberíamos poder afirmar que ya ha sido superada la defensa de la “honradez” material en la arquitectura, pero no estamos seguros de poder hacerlo.
Ruskin establece este principio con implicaciones casi morales y pasa a formar parte del credo moderno. Se destierra así un recurso cromático tan antiguo como extendido que consistía en la imitación de materiales mediante color, las representaciones de falsas arquitecturas, trampantojos, falsos relieves, marmolinas, etc.
Los movimientos de vanguardia neoplástico y constructivista entendieron que el color plano, sin imitar texturas, podía ser entendido como un “material” al mismo nivel que cualquier otro y así, Theo van Doesburg compara la tensión entre el hormigón y la madera con el contraste entre el azul y el amarillo (Doesburg, 1922).
Alberto Sartorís, en 1923, influenciado por la lectura del manifiesto teórico de Theo van Doesburg, comienza también a utilizar el color como un verdadero material de construcción y afirma que: “el color dibuja y califica los espacios. Exalta el ritmo ardiente de las formas puras. Es un órgano de la arquitectura, no un revestimiento ornamental”. Siempre en su elementarisme, Sartoris insiste en la nueva dimensión surgida de las relaciones entre espacio, tiempo y color, descubriendo en el neoplasticismo de De Stijl y en el elementarismo de van Doesburg los indicios de lo que él mismo buscaba desde su período de formación en el estudio de Casorati (Sartoris & Ivam, 2000).
Mies van der Rohe hereda la trayectoria cromática del arquitecto alemán Friedrich Schinckel (1781-1841) y pone el énfasis en el color natural del material, sin cubrir, renunciando a la artificialidad del “color capa”. La arquitectura racionalista adoptará este principio como una ley fundamental.
Las experiencias postmodernas durante la segunda mitad del s. XX desarrollan un desinhibido empleo del color que vuelve a cubrir los materiales originales de la construcción incluso como mera decoración. No obstante, no se conocen casos en los que literalmente se imitasen materiales distintos a los de la construcción.
En la actualidad, en términos generales, se sigue respetando el principio de la verdad material heredado desde el s. XIX. Esto queda demostrado por oposición: a pesar de la enorme disponibilidad en el mercado de materiales de construcción económicos que imitan otros materiales más nobles, ninguno de ellos ha sido introducido en la arquitectura de cierta relevancia. Los ejemplos de “falsos materiales” son muy numerosos: acabados cerámicos ó plásticos que imitan madera o mármol; piedras artificiales que imitan piedras naturales; plásticos que imitan aparejos de ladrillo o piedra natural; materiales textiles con infinidad de acabados, etc. En general, los únicos falsos materiales con cierta repercusión en la arquitectura internacional han sido los referidos a pavimentos: las moquetas de césped artificial y los denominados “hormigones impresos” que imitan suelos de otra naturaleza mediante dibujos en su superficie. Y en la mayoría de ocasiones estos materiales los introduce el arquitecto muy a su pesar, limitado por las condiciones económicas.
Sin embargo la introducción del color en la arquitectura contemporánea es una realidad, y esto podría resultar incoherente con el principio de que el material debe seguir expresando su auténtica naturaleza. ¿Cómo se explica este fenómeno?
Nuestra interpretación es que los materiales contemporáneos, con pigmentaciones muy resistentes e íntimamente integradas en su propia naturaleza, han conciliado este posible conflicto ideológico. Es decir, no creemos que el arquitecto incumpla el principio de verdad material, sino que el color puede ser introducido sin pervertirlo. Los materiales de acabado adquieren su coloración cuando son manipulados en la fábrica, desde su origen, y ya no tienen por qué ser cubiertos u ocultados con pinturas dispuestas en obra. Los arquitectos que aún consideran la necesaria “honestidad” entre acabado superficial y naturaleza material tienen en estos materiales unos aliados perfectos para poder introducir coloración sin quebrantar sus principios arquitectónicos.
El conflicto con el color entendido como ornamento que oculta la “verdad” material queda resuelto porque ya no se trata de realidades escindidas: el material contemporáneo está intrínsecamente coloreado con fuertes tonos y su verdad material es su verdad cromática. El color ya no es algo añadido a posteriori, ya no es una piel o una capa que esconde, que pervierte o que miente respecto a la verdadera composición material y puede ser asumido por fin como un acabado en sí mismo.
De modo que, paradójicamente, el regreso del colorido al momento contemporáneo no responde necesariamente a una superación de los principios planteados por J. Ruskin sino a una transformación en el sistema de producción de materiales de acabado que ha permitido volver a emplear el color con plena libertad sin transgredir el principio de “la verdad material”.
Un síntoma de que la libertad del acabado material no ha terminado de ser asumida por los arquitectos contemporáneos es la contradictoria manifestación de Michael Riedijk a favor de la verdad material cuando describe su edificio para el Netherlands Institute for Sound and Vision in Hilversum, en el que precisamente se emplean un gran número de colores artificiales:
“Últimamente, el color del edificio y su interior se definen en su forma más elemental mediante ladrillo, madera u hormigón y difícilmente mediante un cóctel de pigmentos estampado sobre él. Parece, por lo tanto, que el color del material en sí mismo es el único medio verdadero para expresar las obsesiones y deseos del arquitecto” (Riedijk, 2009).
Hasta el propio arquitecto británico William Alsop, crítico con las posiciones más conservadoras en la arquitectura, se manifiesta a favor de que el color de acabado esté íntimamente unido a la naturaleza del material:
“Puedo introducir color en los edificios… no pintando el edificio, porque el color debería estar integrado en el material contemporáneo y eso es lo que hago… y me doy cuenta de que la gente responde a estos lugares muy bien, y demasiado a menudo hay lugares que parecen como tumbas…” (Serra Lluch, 2009).
Podemos afirmar, por lo tanto, que ha quedado obsoleto el término “color natural” o “color propio del material” como concepto opuesto al “color artificial”. No puede asegurarse cuál es el color natural de unos materiales de construcción eminentemente artificiales, de modo que ha terminado por asimilarse el “color natural” o “color propio” con aquel que no requiere ser aplicado a posteriori, sino que viene introducido en el material, o sobre él, ya desde fábrica.
En sentido estricto, el término “color natural” sólo puede seguir empleándose para nombrar la madera, la piedra y determinados materiales cerámicos y metálicos dispuestos con el mismo acabado con que son extraídos de la naturaleza, y también en estos casos los límites continúan siendo difusos, pues existen gran número de materiales artificiales que son el resultado de un conglomerado de fragmentos de materiales naturales transformados.
Hoy en día, cualquier colorido introducido durante la producción de un material puede ser considerado coherente con su naturaleza (color propio) y respetuoso con el principio de “verdad material”. Esta ha sido una de las puertas traseras por las que ha conseguido colarse de nuevo el color en la platea de la arquitectura contemporánea.