Hedonismo cromático

Aproximación

Entendemos por hedonismo cromático la búsqueda de un determinado placer de tipo estético por mediación del color. Los arquitectos del s. XX y de la actualidad, de forma consciente o no, han empleado a menudo el color con esta intención de reforzar en la arquitectura el juego visual, el goce estético. Ésta es, prácticamente, una característica inherente a la introducción del color en los edificios, o incluso al propio proceso de creación de la arquitectura, que cuando es considerada como tal, persigue en última instancia la consecución de un objeto habitado que resulte estéticamente bello.

La historia de la coloración moderna hubo de vivir un periodo en el que estas expresiones debían estar limitadas al ámbito privado o bien estar concienzudamente razonadas, mientras que la realidad contemporánea asiste a un periodo en el que la manifestación del “color por el color” tiene cabida en el ámbito público y no es interpretada como una provocación.

La búsqueda de la alegría a través del color es un tema recurrente a lo largo de la historia de la humanidad y se refiere a un número impresionante de ejemplos tomados de la historia de todas las civilizaciones. A principios del S. XX, esta búsqueda vuelve a tener actualidad en el panorama artístico europeo. El profesor M. Besset, señala las siguientes circunstancias que propician este nuevo interés:

“(…) la búsqueda de la libertad del color en la pintura y en la educación visual del niño; la explosión del color llamado espontáneo en el fauvismo y el expresionismo; la teoría de la creatividad generalizada, defendida entre otros por Kandinsky; pero también cabe citar las especulaciones de los teósofos y de los simbolistas acerca del color, el redescubrimiento del gótico tardío, el renuevo del arte de la cristalera en el Jugendstil, tan importante para el expresionismo alemán como para el “De Stijl”, etc.” (Besset, 1993)

Los arquitectos modernos son conscientes de las peligrosas veleidades que introduce el colorido y se esfuerzan por controlarlo al máximo. A cada propuesta cromática un poco ostentosa acompaña una adecuada argumentación intelectual que la arropa, pero en la que no siempre se pone en evidencia la inquietud profunda que alienta tal intervención. Aunque en determinadas ocasiones los maestros “bajan la guardia” y expresan abiertamente que disponen el color por su propio goce estético, por su disfrute, por el placer que produce, son las menos, ciertamente, porque el juego sensual queda escrupulosamente oculto tras un adecuado juicio racional.

El hedonismo cromático en Le Corbusier

Si se analiza la obra coloreada de Le Corbusier (1887-1965) se observa que siempre mantuvo una posición bastante esquizofrénica ante el color. Por un lado quería depurar a la arquitectura de toda decoración superflua y “purificarla”, lo que implicaba, entre otros mecanismos, trabajar con gamas escuetas de color (blanco, negro, algún tono tierra, etc.). Por otro lado, cultivó la faceta de pintor a lo largo de toda su vida y en sus cuadros pudo practicar con color las formas plásticas de sus diseños. Le Corbusier siempre se debatirá en su fuero interno entre el fundamentalismo acromático y la incontinencia colorista.

Pero el empleo del blanco como color dominante en algunas de sus obras de los años veinte tiene una componente de carácter moral más allá de una intención formal. Le Corbusier pretende liberar el objeto arquitectónico de todo aquello que le sobra. La sensualidad en la arquitectura no debe residir en la decoración (como ocurría con los historicismos del siglo anterior) sino en la proporción armónica de la forma arquitectónica. Hay en ello una idea de progreso que pretende hacer avanzar a la civilización desde el disfrute de lo sensual hacia el disfrute de lo intelectual. La decoración carece de sentido y se abandona en favor de una proporción armoniosa de lo visual. El ojo, finalmente, trasciende el cuerpo que observa y la sensualidad queda conquistada por la razón. En esta clave desarrolla el crítico de arquitectura Mark Wigley (Wigley, 1995) su interpretación de la arquitectura (mal llamada) “blanca” de Le Corbusier.

El color blanco no sólo purifica la arquitectura que recubre sino que actúa como un juez justo que evidencia lo feo y lo que no es honrado:

“[El blanco] dispuesto sobre cualquier cosa deshonesta o de mal gusto, golpea el ojo. Es como unos rayos X de la belleza. Es el ojo de la verdad.” (Le Corbusier en L’art décoratif d’aujourd’hui).

El discurso en torno a la coloración viene acompañado de calificativos morales como “honesto” o “verdadero”. La purificación de la arquitectura se interpreta en su doble vertiente estética y ética, y el color blanco juega un papel importante en esa liberación de la arquitectura de su ropaje innecesario, pero ojo, sin llegar a una desnudez impúdica. La arquitectura debe quedar cubierta con un velo decoroso, que no decorativo, que evidencie su adecuada proporción:

“La decoración de la arquitectura debe evitarse precisamente porque “viste” el liso objeto moderno. (…) Para la civilización que progresa de lo sensual a lo visual, la sensualidad de las prendas debe ser eliminada para revelar el contorno de la forma, la proporción visual del cuerpo funcional.
Un velo que carece de la sensualidad de la decoración y de la sensualidad del cuerpo. El blanco se introduce entre dos amenazas para conseguir transformar los cuerpos en formas. El folclore comienza con el hombre desnudo, vistiéndose a sí mismo. El moderno salvaje no está desnudo. Por el contrario, la purificación resulta cuando se lleva un “traje hecho a medida” (Wigley, 1995).

Así entendida, la sensualidad de la arquitectura no radica en el color sino en su geometría. El blanco traslada el protagonismo a la forma y evita cualquier fruición suscitada por sí mismo. No se desea que el color se convierta en un modo más de decoración que dirija el ojo hacia algo superficial (la superficie) distrayéndole de aquello que es esencial (el espacio).

Además esta cruzada estética a favor de la atonalidad cromática supone una mirada hacia la arquitectura tradicional de los pueblos del mediterráneo, que de forma equivocada fue interpretada como si fuera de color blanco en sus orígenes. Este dato es falso, como demuestran numerosas investigaciones llevadas a cabo con posterioridad, pero ésta es la imagen de lo “tradicional” que le evocan al maestro los pueblos del Mediterráneo que visitó en sus distintos viajes. De modo que existe una inquietud por retornar a un estado “primitivo” de la arquitectura.

“El colapso de la arquitectura vernácula debido a la introducción de prácticas extranjeras, se traduce en la pérdida del color blanco. La proliferación de formas no auténticas a través de los nuevos canales de comunicación (trenes, aviones, revistas, etc.) se llevaron las superficies blancas e introdujeron una degeneración con los excesos sensuales de la decoración, pero las paredes blancas de los transatlánticos indican la madurez de la auténtica cultura industrial que en una ocasión fue responsable de la brutal pérdida de la superficie blanca vernácula. Es el estatus del objeto en el siglo XX el que es nuevo, no su cubrición con blanco. La modernidad es capaz de recuperar la pureza de las culturas antiguas restableciendo la superficie blanca que había sido decorada” (Wigley, 1995).

Pero el pensamiento del polifacético maestro suizo evoluciona mucho a lo largo de su vida y apenas quince años después de los retóricos años veinte demuestra un gran interés por la sensualidad de los materiales naturales y expresivos. Asegura que cree “en la piel de las cosas como en la de las mujeres”, en su libro que paradójicamente lleva el título “Cuando las catedrales eran blancas” (1934).

Aún resulta más paradójico el episodio de embelesamiento sensual ante el color que sufre Le Corbusier en su primer viaje a Oriente de 1911. Nos encontramos ante un joven arquitecto que reproduce la gran tradición romántica del ciudadano de la Europa del Norte que marcha al sur, a las costas del Mediterráneo, para encontrar las raíces de la civilización occidental y alcanzar su libertad interior. Aunque lo escrito durante este viaje es lo primero que se conoce de Le Corbusier, se recoge en una serie de artículos en periódicos y no se publica hasta 1965 bajo el título “Le Voyage d’Orient”. Sin ninguna duda, el discurso cromático de los años sesenta ha cambiado radicalmente y el maestro se atreve ya, sin ningún complejo de culpa, a expresar lo sentido en aquel primer encuentro con el color, cargado de inocencia y excitación:

“Tú reconoces estos disfrutes: sentir la generosa belleza de un jarrón, acariciar su delgado cuello, explorar las sutilezas de su contorno. Empujar tus manos en las partes profundas del bolsillo y, con los ojos entornados, dar rienda suelta a la lenta intoxicación de los fantásticos vidrios, los amarillos ardientes, los tonos violetas de los azules…” (Le Corbusier & Fondation Le Corbusier, 2000).

El artista escocés afincado en Londres David Batchelor (1955- ) realiza un dilatado análisis sobre la fobia al color que padece nuestra cultura occidental. En él describe lo vivido por Le Corbusier en Oriente como una experiencia de encuentro con el color, narrada como si de un plácido sueño se tratara:

“Una vez en su oriente, casi todas las descripciones aparecen pintadas de color. Y casi todas las observaciones parecen poemas del color. (…) A menudo, bajo la luz intensa del día, las descripciones de los colores, objetos, arquitecturas y personas, empiezan a desdibujarse, mezclarse o disolverse unas en otras como si sus límites se hubieran perdido en una calima de intensidad sexual” (Batchelor, 2000).

En este primer periodo, y también durante los años veinte, el hedonismo cromático es una experiencia privada y no se ve manifestado en sus textos ni en su obra pública. En “Vers une architecture” (1923) hay un capítulo entero dedicado al papel de las superficies de los edificios como soporte de la luz pero ni una sola palabra referida al color. En esos años, Le Corbusier disfruta con el color en su pintura mientras que su obra arquitectónica es de un blanco “purista”.

Sólo en la “Ville Roche-Jeanneret” (1923-1925), Le Corbusier realiza una ruptura con su práctica habitual y se atreve a experimentar abiertamente con el color en la arquitectura. En ella realiza una disposición de colores con influencias del grupo holandés De Stijl que queda limitada exclusivamente al interior, al ámbito privado. El primer ejemplo de policromía exterior no llega hasta 1926 en el polígono de viviendas en Pessac, cerca de Burdeos.

En 1931, Le Corbusier escribe por primera vez sobre la policromía arquitectónica y reconoce que el color introduce ”reacciones psicológicas profundas sobre nosotros y tiene la capacidad de reaccionar fuertemente sobre nuestros sentimientos”:

“(…) Al azul se le suman sensaciones subjetivas, de suavidad, calma, de paisajes con agua, mar o cielo. Al rojo se asocian sensaciones de fuerza y violencia. El azul actúa en el cuerpo como un calmante, el rojo como un estimulante. Uno es descanso, el otro es acción.”
“(…) Un individuo se organiza sobre su propia ecuación personal, que lo clasifica, venda y ata a elecciones inevitables. Un color expresa particularmente esta naturaleza profunda que es nuestra esencia. El color está íntimamente unido a nuestro ser; cada uno de nosotros tiene, quizá, su color; si a menudo lo ignoramos, nuestros instintos no pueden ser engañados.”
“(…) Yo sólo quería intentar mostrar que la policromía es la cosa más viva que hay y también la más habitual. El renacimiento de la vitalidad corresponde a la acción directa del color. (Podemos verlo en la publicidad de las paredes, en la ciudad, fuera de las ciudades y en el campo, a través de los anuncios de automóviles, en la moda femenina, en el deporte, en la playa, etc.) El color expresa vida. Todos podemos ser actores en esta parte” (Le Corbusier & Rüegg, 1997).

A partir de este momento, ya no sorprenden afirmaciones como que “la policromía es alegría” (1937) o la dirección en la que evoluciona el cromatismo en su obra posterior a la 2ª G.M. , prestando mucho interés a las texturas de los materiales (“Beton Brut”) y a los acentos cromáticos. Le Corbusier pasa del gozo cromático (privado, interior), a la alegría cromática (pública, manifestada al exterior).

Las fachadas coloreadas de las Unitè d’Habitation de los años cuarenta y cincuenta se interpretan correctamente a la luz de los textos anteriores, entendiendo su disposición cromática como un intento por individualizar cada vivienda y dotarla de alegría y viveza. Casi sin darse cuenta, la sensualidad del color se ha colado a través de los Brisol’eil.

Desgraciadamente, al referirse a la fachada Norte de la Unitè de Marsella en ”El modulor 2” (Le Corbusier, 1955), Le Corbusier asegura que el hecho de que esté policromada exteriormente es muy a su pesar, y justifica la aparición del color en las logias para paliar errores de replanteo y de ejecución durante la obra. De nuevo observamos esa pequeña esquizofrenia entre un hedonismo cromático no reconocido y un discurso justificativo escrupuloso y que respalda una decisión que, con honestidad, depende en exclusividad de un buen juicio estético. O sea, del (buen) gusto.

El hedonismo cromático en Bruno Taut

El arquitecto alemán Bruno Taut, cercano al movimiento expresionista, adopta en todo momento una disposición mucho más abierta a reconocer la componente hedonista del color. Para él el color representa la alegría de vivir y debe ser dispuesto como tal. La alegría se exterioriza, se expresa, brota de un estado anímico interior que se manifiesta y se contagia.

A diferencia del s. XIX y su tono gris, al s. XX le corresponde una obligación ética que es la de acabar con todo lo feo y taciturno.

“Espíritus estéticamente refinados se preguntan constantemente si existe justificación para, con un recubrimiento coloreado, acentuar todavía más la deformidad de algunos edificios. A estas personas hay que decirles que esta misión no es estética, sino ética, y que no se trata de otra cosa sino de aportar también a los habitantes de los más horribles bloques de alquiler, de los más tristes patios interiores, un modesto fragmento de gozo en la vida. Por lo demás, el color puede mejorar notablemente casi todas las casas, incluso las más horribles. Se pueden pintar por completo algunos objetos, con lo que su estructura actual se hará destacar fuertemente, en pocas palabras, es posible con pocos medios renovar del todo el aspecto de tales objetos” (Taut, 1925).

Para Taut, el color es depositario de la alegría de la juventud. El arquitecto alemán asigna cualidades antropomórficas a la sociedad de su época y el color desempeña un papel similar a un mágico elixir que concediera la virtud de la eterna juventud:

“(…) Nuestra época reflexiona sobre su realidad propia; su sangre circula más activamente que anteriormente, su cara se rejuvenece y se alegra, sus mejillas, gozosas, se colorean de rojo. El color ha vuelto a nacer” (Taut, 1925).

Su firme convicción se refleja en manifiestos vehementes como “¡Llamamiento a construir en color!” en el que se asegura que el color gris propio del siglo anterior y el “buen gusto” burgués, puede ser superados por una disposición mucho más optimista y valiente de colores en coherencia con la nueva sociedad:

“Los pasados decenios, con su desarrollo puramente técnico y científico, han acabado por matar la alegría de nuestro sentido de la vista. Se presentaron grises, dentro de “prisiones” de piedra gris, en lugar de las casas pintadas y coloreadas. La tradición del color, cultivada durante siglos, se esfumó, quedando reducida a una “exquisitez”, que no era otra cosa que ausencia de brillo e incapacidad para utilizar el medio más importante de la construcción, aparte de la forma, es decir, incapacidad para utilizar el color. (…) Con este decidido pronunciamiento queremos 5 dar al constructor y al vecino una renovada esperanza en la alegría que da el color, tanto en el interior como en el exterior de la casa, para que ellos, a su vez, apoyen nuestra decisión.” (“Llamamiento a construir en color”, Die Bauwelt, 18 septiembre de 1919, en Duettmann, Schmuck et al., 1982)

Para la generación de Taut, convencida del valor moral de las consideraciones estéticas, el color hacía posible crear una comunidad unida por una emoción intensa y un placer compartido en la experiencia sensorial (Besset, 1993). Este optimismo renovador mediante el color lo manifestaron de forma similar otros arquitectos alemanes coetáneos como Walter Curt Behrendt (1884-1945) quien afirma que “de este modo [mediante el color] podemos dar a nuestra arquitectura, que está condenada a una modestia no deseada, una resonancia enteramente nueva y alegre” (Besset, 1993). Y también el poeta Paul Schheerbart, quien asigna propiedades conciliadoras al color en los aforismos que decoraban el interior del Pabellón de Cristal que Taut construyera para la exposición del Deutscher Werkbund en Colonia (1914): “El vidrio de color destruye el odio” (Frampton, 1981).

Los conjuntos de viviendas económicas construidos por Taut en los extrarradios de Berlín como la Ciudad Jardín de Falkenberg, conocida con el sobrenombre de “la caja de pinturas” o la Waldsiedlungen Onkel Tom’s Hutte, son un buen ejemplo de ese empleo del color para dotar de dignidad a la arquitectura sencilla. Se trata de unas residencias construidas con unos presupuestos económicos muy ajustados que no por ello renuncian a la expresión de la alegría y la individualidad. Como afirma el autor, se eligen colores que “sean lo más placenteros y fuertes posibles para el ojo” (B. Taut, 1930, en Táboas Veleiro, 1991, p.177).

El momento actual

Cuando el artista Per Arnoldi, asesor de color del estudio de arquitectura “Foster Associates”, se decide a escribir sobre su larga trayectoria de colaboración para la firma de arquitectura inglesa, le recomiendan prudencia por estar dirigiéndose hacia “una de las zonas erógenas de la modernidad”. No puede describirse con mayor elocuencia el hedonismo que puede introducir el color en la arquitectura.

Además, asegura Arnoldi que la suya es una investigación cromática que pretende encontrar colores liberados de cualquier significado convencional, que puedan ser manejados de una manera libre y desprejuiciada:

“Este fue el ejercicio, y durante muchos años hasta ahora, este ha sido el auténtico ejercicio en cada esquema de color. Primero establecer los colores de forma libre. Y para definir el trabajo y finalmente alcanzar la libertad, se emplean colores vírgenes, no encumbrados y adecuados para el juego” (Arnoldi, 2007).

Los arquitectos alemanes Matthias Sauerbruch y Louisa Hutton, con una amplia trayectoria profesional en la que el cromatismo ha sido cuidadosamente atendido, afirman que el hecho arquitectónico debe ser capaz de “generar espacios emocionalmente conmovedores” y comparten la opinión de Frank Gehry de que la diferencia entre la arquitectura y la escultura es que “la arquitectura tiene cuartos de baño”. Aseguran que su intención es ”facilitar espacios que sean sensuales” y toman como referente el trabajo de Allison & Peter Smithson que “evolucionó desde lo cerebral y racional a lo sensual”.

Sus palabras pueden ser representativas del pensamiento de una buena parte de la generación contemporánea, que ha superado muchos complejos heredados de la modernidad y considera que la manifestación de la corporeidad es mucho más importante que la expresión de un esqueleto de buena complexión, como planteaba la crítica arquitectónica del s. XIX:

“Para nosotros, el carácter general del espacio como una cosa sensual es mucho más importante que la legibilidad de la construcción -aunque aspiramos a que tanto el espacio como el detalle estén “vestidos”.
Parece que haya habido una desconfianza hacia lo visual previa a la situación contemporánea en la que estamos hambrientos de imágenes y una cultura saturada por la imagen. También se daba un rechazo o sospecha hacia la sensualidad -que permaneció hasta mucho después del periodo de posguerra de austeridad y racionamiento.
Nosotros, por el contrario, conscientemente explotamos lo visual, (…) estamos deliberadamente implicados con la apariencia de los lugares y los espacios, su aspecto y su percepción. ¿Debemos sentirnos culpables? Quizá nuestra generación, siendo la cuarta (o incluso la quinta), está lo bastante distanciada de los modernos y su crítica hacia la arbitrariedad del eclecticismo del siglo XIX” (Sauerbruch Hutton Architects, Sauerbruch et al., 2006).

Pero ocurre que hasta a los arquitectos contemporáneos les asaltan las dudas respecto a la moralidad de sus acciones, pues la estela de sus bisabuelos ha sido muy extensa: “¿Debe lo sincero significar una reducción de lo estético? (…) ¿Debe practicarse la fealdad deliberada, como intento de distanciarse de las acusaciones de sucumbir a la “imagen”? ¿No puede la belleza, lo sensual, ser sinceros?” (Sauerbruch Hutton Architects, Sauerbruch et al., 2006). Éstos son los tristes fantasmas que acechan a las jóvenes conciencias. ¿Se puede asumir abiertamente el placer estético en la arquitectura, sin complejos?

Matthias Sauerbruch parece haber respondido que sí a estas cuestiones y entiende el entorno construido como un lugar que ha de “habitarse, usarse y disfrutarse” y en el que uno de los aspectos a buscar es la cualidad de lo sensual:

“[La sensualidad] siempre está relacionada con la materialidad y las superficies; tiene mucho que ver con los colores, evidentemente, y también con la articulación espacial. Tendemos a crear objetos que recuerden formas corporales o naturales con las que uno se sienta a gusto“ (Sauerbruch Hutton Architects, Sauerbruch et al., 2006).

Aunque aseguran que el contexto tiene importancia a la hora de elegir el esquema cromático para su obra, lo cierto es que el suyo es un planteamiento empírico, a base de prueba y error, que concluye cuando se alcanza una solución atractiva.

“Lo que nos gustaría es que nuestra arquitectura se entendiese como algo útil y placentero para sus ocupantes, como una arquitectura que encarna una interpretación inteligente de las condiciones culturales de nuestros días“ (Betsky, 2003).

El arquitecto y artista plástico William Alsop cuenta en su haber con numerosos edificios en los que la componente cromática ha desempeñado un papel relevante. Viendo el desarrollo personalísimo de su obra no resulta sorprendente que afirme que “el establecimiento de reglas ha sido la muerte de la arquitectura” y que la arquitectura no debe empeñarse en buscar la satisfacción de las necesidades funcionales, sino también de aquellas otras inquietudes que acompañan a la persona:

“Por supuesto que los edificios deben ser construidos para satisfacer funciones, pero vivimos y utilizamos el espacio con más cosas en el corazón que en la cabeza, los utilizamos con algo más que estas simples necesidades inmediatas… “ (Powell & Alsop, 2002, p. 303).

Aunque Alsop pertenece a una generación de arquitectos que ha madurado en la época de la resolución de los problemas técnicos frente a los problemas funcionales, así como en la época del eclecticismo postmoderno frente a los problemas de estilo, manifiesta una actitud ante la creación artística similar a la de algunos de sus colegas de las vanguardias del s. XX. Pretende no contaminarse en exceso de las preocupaciones contemporáneas, los estilos y las tendencias. Asegura que “para cambiar el mundo, no debes pensar en en nada”, o bien que “la teoría no sirve para nada” (Serra Lluch, 2009).

Conclusiones

La búsqueda del “placer visual” por mediación del color, lo que se ha denominado “hedonismo cromático”, es una característica inherente a la introducción del color en los edificios, o incluso al propio proceso de creación de la arquitectura, que persigue en última estancia la consecución de un objeto habitado que resulte estéticamente bello.

Los arquitectos siempre han reconocido en el color una fruición que actúa en el observador de manera casi inmediata y resulta mucho más evidente que la fruición que pueda producir la experimentación de la forma arquitectónica no coloreada, que requiere un mayor esfuerzo de carácter racional para su aprehensión. Como asegura Semper respecto al color, éste “tiene su origen entre las invenciones más antiguas, porque el instinto para el placer, como así fue, inspiró al hombre. El gusto por el color se desarrolló antes que el gusto hacia la forma.”

De este modo, algunos arquitectos de la modernidad, siguiendo los postulados de A. Loos, descartan los colores de su arquitectura o, en caso de introducirlos, tratan de someterlos a un minucioso proceso de racionalización. El gusto por el color prevalece en Le Corbusier por mediación de la pintura y cuando el panorama arquitectónico ha cambiado significativamente y se respiran tiempos de mayor apertura tras la 2ª G. M., se atreve a celebrar el disfrute con el color de una manera mucho menos encorsetada.

Durante los años ‘20, otros arquitectos como B. Taut expresan una inclinación hacia el disfrute estético del color mucho más desinhibida y desprejuiciada, vinculando la parquedad del color con todo lo que es viejo y caduco. En su concepción, el color expresa un sentimiento profundo de alegría y de esperanza en la nueva sociedad emergente que cambiará el mundo.

En el panorama contemporáneo, algunos estudios de arquitectura como Sauerbruch & Hutton plantean unas disposiciones cromáticas que persiguen de forma deliberada la sensualidad, el placer, el goce estético. Se buscan sensaciones, más que sentimientos (ya no se habla de alegría sino de sensualidad), el tratamiento es conceptualmente más superficial pues el discurso se ha descargado de componentes ideológicas y utópicas. En un esfuerzo de autoafirmación profesional, los arquitectos superan los “automatismos creativos” heredados de la modernidad y se convencen a sí mismos de que no deben sentirse culpables por el empleo deliberado del color en la arquitectura. Arquitectos como William Alsop lo han conseguido desvinculándose de la ortodoxia profesional y emprendiendo un viaje personal, interiorizante, con tintes expresivos a la par que surrealistas.

En la sociedad del bienestar el color puede estar destinado a un fin tan trivial como rescatarnos del aburrimiento. El arquitecto Rem Koolhaas coincide con Alsop al señalar que “la idea de “orden” se ha vuelto aburrida y sin interés” y el color puede introducir una especie de nuevo “universo de quietud y desaparición” (Koolhaas, 2001).

Aunque podrían nombrarse muchos otros protagonistas, como los estudios de arquitectura de Benedetta Tagliabue y Enric Miralles, Jean Nouvel, etc., basten los ejemplos anteriores para comprender el momento contemporáneo que está atravesando la composición cromática en la arquitectura, en el que el reconocimiento del placer estético por mediación del color (lo que se ha denominado “hedonismo cromático”) se ha asumido sin contemplaciones, de manera incluso descarada.

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